Desde pequeña he
tenido claro que el sabor de la Coca-Cola no era siempre igual, pero nunca
llegué a saber por qué. Y esta primera toma de contacto con la física cotidiana
parece una buena oportunidad para descubrirlo.
Hay dos
características que influyen en la percepción de la Coca Cola una vez se
empieza a beber: la primera, las burbujas; y la segunda el propio sabor. Cuando, en un bar, un camarero te sirve el
refresco vertiéndolo de golpe verticalmente sobre el vaso con hielo, en seguida
el vaso se ha llenado de una capa de burbujas espesas que hacen al camarero tener que parar y esperar hasta que estas se hayan vuelto a convertir en líquido.
¿Qué pasa entonces? Dos cosas: Además de que la diferencia de presión al abrir
el refresco ha hecho que buena parte del gas se escape, no tener cuidado al
verterlo en el vaso provoca también que las burbujas se rompan, que huyan con
más velocidad a la superficie y que por tanto el líquido se esbafe. La temperatura
también es importante puesto que el dióxido de carbono aguanta más en el
líquido cuando este está más frío: una Coca-Cola abierta en una terraza de un
bar en verano perderá el gas más rápidamente que si la guardamos en la nevera.
Lo segundo,
el sabor. Según el recipiente donde esté el refresco, este afectará al sabor de
una manera u otra. Digamos que el vidrio mantiene un sabor más puro, mantiene al
líquido más protegido de los agentes externos. En las botellas de plástico, el acetaldehído
del material se transfiere al refresco, volviéndolo más dulce. Por el contrario,
en la lata, el aluminio tiene el efecto de restarle dulzor.
Quizás por
esto, cuando Pepsi saca en sus anuncios que más de la mitad de los consumidores
de refrescos de cola prefieren esa marca, al saber lo relativamente fácil que
es alterar el sabor, siento cierta desconfianza.