jueves, 28 de noviembre de 2019

Una lata de Coca-Cola


Desde pequeña he tenido claro que el sabor de la Coca-Cola no era siempre igual, pero nunca llegué a saber por qué. Y esta primera toma de contacto con la física cotidiana parece una buena oportunidad para descubrirlo.
Hay dos características que influyen en la percepción de la Coca Cola una vez se empieza a beber: la primera, las burbujas; y la segunda el propio sabor.  Cuando, en un bar, un camarero te sirve el refresco vertiéndolo de golpe verticalmente sobre el vaso con hielo, en seguida el vaso se ha llenado de una capa de burbujas espesas que hacen al camarero tener que parar y esperar hasta que estas se hayan vuelto a convertir en líquido. ¿Qué pasa entonces? Dos cosas: Además de que la diferencia de presión al abrir el refresco ha hecho que buena parte del gas se escape, no tener cuidado al verterlo en el vaso provoca también que las burbujas se rompan, que huyan con más velocidad a la superficie y que por tanto el líquido se esbafe. La temperatura también es importante puesto que el dióxido de carbono aguanta más en el líquido cuando este está más frío: una Coca-Cola abierta en una terraza de un bar en verano perderá el gas más rápidamente que si la guardamos en la nevera.
Lo segundo, el sabor. Según el recipiente donde esté el refresco, este afectará al sabor de una manera u otra. Digamos que el vidrio mantiene un sabor más puro, mantiene al líquido más protegido de los agentes externos. En las botellas de plástico, el acetaldehído del material se transfiere al refresco, volviéndolo más dulce. Por el contrario, en la lata, el aluminio tiene el efecto de restarle dulzor.
Quizás por esto, cuando Pepsi saca en sus anuncios que más de la mitad de los consumidores de refrescos de cola prefieren esa marca, al saber lo relativamente fácil que es alterar el sabor, siento cierta desconfianza.