viernes, 23 de abril de 2021

Globalización y circulación del saber: dos conceptos necesarios para hablar del conocimiento en el siglo XVI

 

Durante el siglo XVI, la formación y consolidación del conocimiento a escala global no se debió únicamente a los intercambios neutros entre culturas, o a sus puntos de conexión. Las formas en las que los flujos de conocimiento recorrían el mundo son claves para entender cómo ha sido el proceso de globalización, iniciado a partir de los viajes protagonizados por castellanos y portugueses. 

José Pardo Tomás, en su conferencia “Centro y corazón desta gran bola. Globalización y circulación desde México (1520-1620)” explica cómo las relaciones comerciales y culturales de España y China (mayoritariamente, aunque no eran las únicas) con México, hicieron a este país volverse, como dice el título de su conferencia, el centro del mundo globalizado. El conocimiento científico y el desarrollo tecnológico, cuyo fruto fue un galeón que anualmente recorría la ruta Manila-Acapulco, fue lo que permitió conectar alrededor de doscientos cincuenta años México, China y Japón; transformando así la economía desde un nivel global.

Los puntos de contacto entre América Latina y Europa contarán, como explicaré unos párrafos más adelante, con una gran violencia y un poder que se ejercía desigualmente, pero lo cierto es que la circulación del saber transpacífica entre Asia y América, como apunta Ryan Crewe en Connecting the Indies: the Hispano-Asian Pacific World in Early Modern Global History, tenía un poder deseuropeizador poco estudiado (desde Mesoamérica hacia Europa solo permitíamos la entrada sin alterar del arte o la cocina, por ejemplo, de saberes sin mucha capacidad de alteración del orden; pero ciencia, política o filosofía era ya otra cuestión).  

Crewe propone que el peso que se le otorga a América Latina y a México en concreto en la historia global sea mayor, ya que la circulación de saberes que se realizaba con Asia entre los siglos XVI y XVII no se ha tenido tan en cuenta como se debería. Estos pueden ayudar a deseuropeizar la narrativa histórica desde tres niveles. Primero, económicamente; por ejemplo, con los flujos de plata hacia China que no pasaban previamente por las arcas reales. Segundo, geopolíticamente, ya que México se presentaba así como universalista mientras que Europa ignoraba estas relaciones. Y tercero, culturalmente, ya que el conocimiento mesoaméricano no se valía de una traducción europea para así llegar a Asia.

Como ejemplos de la circulación de los saberes, José Pardo Tomás primeramente expone más en detalle el caso de la medicina, cómo esta fue usada para convertir masivamente los indígenas mesoamericanos al cristianismo. Curando enfermedades mediante el sangrado y el bautismo se trabajaba en un doble plano: en los cuerpos y en las almas. Si en este caso los saberes médicos galeno-europeos viajaron hasta América Latina, con el campo de los sucedáneos ocurrió distinto. Las plantas mesoamericanas (con sus usos médicos, entre otros) fueron tratadas como sustitutas de las europeas. Es decir, como no se puede acceder a medicinas europeas, se emplean las autóctonas, pero despojadas de sus contextos culturales originarios. Por último, profundiza en las llamadas historias naturales, las cuales podían ser instigadas por la corona, propias de las zonas coloniales o debidas a las órdenes religiosas. El poder real quería que las historias naturales no surgidas a raíz de la corona se limitasen, mientras que a la vez nacían, en forma de textos o de dibujos, gracias a los cronistas mestizos, historias con saberes sobre las plantas, el aire, la historia o la naturaleza; a modo de resistencia.

Estos son algunos ejemplos con los que Pardo Tomás y sus compañeros trataron de repensar la geopolítica del siglo XVI a través de la cultura médica nuevohispana, la cual se constituyó a través de complejos circuitos de circulación de los saberes y no solo por influencias académicas o por flujos espontáneos u horizontales.

miércoles, 21 de abril de 2021

Epistemología histórica, esencialismo y su falta de conexión.

 

La esencia, en filosofía, se define, en el caso de apoyar el concepto, como aquello que precede a la existencia: es la cualidad que hace a algo ser como es, o que tienda hacia eso. ¿Podemos entonces ver una relación entre la epistemología histórica y el esencialismo?

Primeramente, el carácter contingente del conocimiento nos da una pista. De hecho, no es solo que la epistemología tenga historia, sino que ella es en sí misma histórica: no empezamos a conocer (ni a conocer cómo conocemos o a qué prejuicios nos enfrentamos) de cero, sino que lo hacemos a partir de bagajes histórico-culturales que nos condicionan. No es que la historia le afecte, es que cambia a lo largo de la historia. El conocimiento no es pues algo estable, por lo que no se cuenta con un método único e invariable en el tiempo que permita estudiarlo; le influyen factores económicos, sociales, ideológicos…, hasta psicológicos.  ¿Nos estaremos acercando entonces, después de esta negación del esencialismo, a una epistemología relativista? No: es cierto que no hay verdades eternas en cuanto a la epistemología histórica, pero eso no quiere decir que no haya ciertas verdades. Rorty apuntó que un método para superar esto podría ser cambiar la idea de verdad por la de justificación, ya que la justificación se hace en base a acuerdos históricos y culturales, apoyados en el contexto.

La epistemología histórica depende entonces del conocimiento de cada cultura (con sus correspondientes tradiciones) y de la capacidad cognitiva, por lo que es imposible que sea esencialista: no hay ninguna normatividad eterna o universal que la guíe.

martes, 6 de abril de 2021

Ingeniería genética y problemáticas éticas: cada vez más cerca

Eugenesia, hijos de diseño, prótesis tecnológicas, medicalización, manipulación genética, clonación… todo esto son conceptos conocidos por la mayoría de la gente, aunque sea en menor medida. Ahora bien, este poco conocimiento popular sobre estos temas no suele dar demasiada confianza, asusta y atrae a partes iguales. En 2007, Michael Sandel, filósofo político, publicó Contra la perfección: la ética en la era de la ingeniería genética, una pequeña obra donde, con un tono y unas palabras comprensibles para todos los públicos, nos habla sobre todas estas problemáticas que entrelazan la ética, la ingeniería genética y el transhumanismo.


Michael Sandel en 2016. 


El libro está orientado hacia esa aspiración de perfeccionamiento que parece que recorre la historia de la humanidad. Solo tiene cinco capítulos, si quitamos los agradecimientos y el epílogo. En el primero nos habla sobre qué hay detrás de esta ética del perfeccionamiento, sobre cómo la ingeniería genética puede mejorar nuestro cuerpo, la memoria, la altura y las implicaciones de poder elegir el sexo. ¿Son libres las elecciones sobre nuestro cuerpo si habitamos un mundo con unos estándares tan claros sobre lo que es deseable y lo que no? En el segundo se explica la relación móvil entre el perfeccionamiento y el logro, enfocándose en el mundo del deporte. El dopaje o la mejora tecnológica del cuerpo con prótesis biónicas no tendría en cuenta esa cultura del esfuerzo en la que vivimos, por lo que sentimos hacia eso cierto rechazo cultural. Pero ¿cuál es la diferencia entre el dopaje, la dieta, los entrenamientos con bajos niveles de oxígeno, las transfusiones de sangre, el tener más dinero para acceder a un mejor equipamiento…? Las versiones tecnológicamente optimizadas van cambiando las viejas reglas del deporte. El tercer capítulo articula nuestra incomodidad hacia los llamados “hijos de diseño”. ¿Es querer controlar tantos parámetros sobre los hijos una muestra de hybris parental? ¿Es ético tener la opción de que tus hijos no desarrollen ciertas enfermedades, y aun así negarse a optimizarlos? Si mejoramos la salud, la vieja distinción clave para el transhumanismo entre curar y mejorar se desdibuja. ¿Estamos dando por hecho que teniendo hijos más guapos, más altos, más rubios y más listos serán más felices? O quizás estamos dejando ese plano vital de lado. El cuarto capítulo trata sobre la eugenesia, haciendo primero un repaso histórico desde el nacimiento de esta teoría. Sandel nos cuenta los ejemplos actuales y silenciados de eugenesia, mujeres de clases bajas o discapacitadas a las que se les ofrecen una serie de ventajas económicas a cambio de someterse a una esterilización. ¿Cuál es el propósito de la eugenesia actual, mejorar el plasma germinal de la humanidad o sacar dinero a consumidores que siguen los flujos de las exigencias y modas socioculturales?  Además, ¿es configurar los hijos violar su autonomía, al no despojarles de la capacidad de ser los responsables de ellos mismos? El último capítulo habla sobre el concepto del “don”, sobre si estos desarrollos tecnológicos están alterando nuestras capacidades morales. Estamos cambiando nuestra naturaleza para encajar en un mundo que nosotros mismos hemos creado, en vez de adaptar el mundo a nosotros.

El libro se enmarca en las problemáticas éticas contemporáneas, aunque todavía moviéndose entre el presente y la ciencia ficción. Esto nos lleva a preguntarnos si entonces merece la pena hacernos ya todas estas preguntas. Por un lado, quizás estamos teorizando sobre algo que nunca llegará a ocurrir; igual descubrimos que hay cuestiones técnicas insalvables, por lo que estas dudas no habrán sido más que una pérdida de tiempo. Por otro lado, si este tipo de tecnologías llegan, quizás lo hagan de forma muy diferente a como nos las imaginamos ahora, por lo que habrá que hacer una revisión de todas las conclusiones previas. En cualquier caso, la filosofía ética suele ir a rebufo de los desarrollos tecnológicos: en su momento no imaginamos que de las redes sociales se podrían robar datos personales de manera masiva o que podrían afectar negativamente a nuestra autoestima, que las pantallas de los ordenadores nos podrían producir problemas de visión o que usarlos en mala postura podría derivar en daños cervicales, entre muchas otras cosas.

Que la ética se adelante al presente tecnológico, que vaya inspeccionando nuevas zonas de apertura científica, me parece una buena inversión de tiempo y recursos. Creo sinceramente que una ciencia y una tecnología sin una ética detrás no merecen la pena: si el propósito de estas es ayudar a la humanidad, hacernos la vida más sencilla y más vivible, el análisis ético debe ser un pilar fundamental en nuestras sociedades. Esta obra en concreto, aunque yo sí la considero extremadamente interesante respecto al tema de la ingeniería genética y la mejora humana, no se ha convertido en representativa de este campo, ni su lectura es fundamental. No hace un repaso exhaustivo por todos los frentes abiertos de la ingeniería genética, sino que va tocando un poquito de los más candentes, para poder proporcionar al lector una visión general.

Aunque Michael Sandel hable sobre todo refiriéndose a la ingeniería genética, lo cierto es que esta modificación humana, este afán de perfeccionamiento, puede enmarcarse dentro de la corriente transhumanista, la cual defiende que el siguiente paso en la evolución humana no será biológico sino tecnológico. Por poner una pega, quizás el transhumanismo está más enfocado al futuro, hacia la consecución de esa raza de poshumanos, mientras que esta futura (pero más cercana) era de la ingeniería genética tiende más hacia una especie de eugenesia liberal, en el mismo sentido en el que Peter Singer hablaba del Supermercado Genético. El fin del libro, lo que parece ser un tema importante para el autor, retrata su perspectiva sobre qué perderíamos si alcanzamos esa era de la ingeniería genética: los humanos (y los animales) aceptamos a nuestra descendencia como un regalo. Podemos dar amor sin esperar nada a cambio, aceptando a la persona tal como es. Además, se entiende que las características personales se deben, en parte, a que la genética es una lotería: nadie tiene la culpa de ser miope, infértil o tener TOC. Por esto, porque la sociedad no se compone de individuos igualitarios ni que parten del mismo punto, nos ayudamos los unos a los otros, como un conjunto. El liberalismo genético no solo supondría, a mi parecer, una mayor discriminación económica, sino cargas morales difíciles de soportar: la sociedad te podría recriminar la aceptación de tus defectos, permitir la no-mejora podría verse como un lastre para el conjunto de individuos. En cualquier caso, todavía estamos lejos de esto. Quizás lo más parecido fue el médico chino condenado a tres años de cárcel cuyo negocio consistía en la modificación genética de embriones.

A nivel personal y como conclusión, expondré brevemente mis percepciones, algunas de las cuales son compartidas con el autor. En primer lugar, un mayor desarrollo tecnológico no supone un mayor desarrollo moral. Aunque la ética y la búsqueda de la felicidad son absolutamente independientes (uno puede hacer lo que considere correcto y que esto le perjudique, por lo que no le proporcionará felicidad; o también puede que esa satisfacción moral de haber permanecido fiel a sus principios le acabe transmitiendo felicidad), peco de ser algo eudemonista. Es ciertamente difícil comparar el nivel de felicidad actual de la población con el del pasado, o el nivel de desarrollo moral (criterios cambiantes, parámetros subjetivos, estudios a escala masiva…), pero construir una civilización cuyos ritmos de trabajo, exigencias estéticas, logros, inversión de tiempo…, nos generan tanto estrés y sufrimiento psicológico, no parece sano. La vida debe ser otra cosa. ¿Por qué no adecuamos el mundo a nosotros, en vez de modificarnos biotecnológicamente para llegar a sus exigencias? En definitiva, esta obra es una encrucijada. Ciencia, tecnología, ética, derecho, política, religión… un cúmulo de disciplinas, cada una con sus múltiples perspectivas, van a ser partícipes de los turbulentos debates de los próximos años.